Es natural de Rosalejo, en la provincia de Cáceres. Diplomado en Magisterio y licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad de Extremadura. Lleva veinte años dedicado a la docencia en distintos colegios públicos de las comarcas del Campo Arañuelo y La Vera. Hijo de un cacereño y una palentina, desde pequeño ha valorado siempre la importancia de las raíces y de la familia.
“El eco del agua. Memorias de un pueblo hundido” es su primera novela, de la cuál lleva vendida ya más de 1.000 ejemplares. Y es un homenaje a su familia y gentes de "Talavera la Vieja"; pueblo que quedó bajo las aguas del río Tajo en el pantano de Valdecañas.
Para la presentación de este libro se contará con el encuentro del Club de Lectura de Guadalupe y el Club de Lectura de Moraleja.
—¡Que os he dicho que no! ¡Que a mí me dan igual la infanta, la ministra y el presidente! ¡Que yo, a lo que voy, es a ver los cuadros de mi padre! No hubo manera de convencer a Servando para que se vistiera acorde con la formalidad del acto al que asistiría con sus hijos. A Cecilia, el reuma le había calado los huesos y se negaba en redondo a montarse en un coche pudiendo evitarlo. Era viernes, 20 de mayo de 1994. Viajarían a Guadalupe donde, después de casi cuarenta años, los lienzos del Greco regresaban a Extremadura. El cardenal de Toledo se comprometió a devolverlos si se restauraban una serie de iglesias pertenecientes a su diócesis, aunque dentro de la provincia cacereña. También decidió que el destino de los mismos fuera el Real Monasterio guadalupense, el cual, igualmente, se encontraba bajo su protección. Detalles menores pues, lo importante, es que, al final, encontrarían la paz en un lugar más cercano al que había sido su hogar durante centurias. El relato de la defensa que de las obras hizo Justo, el padre de Servando, trascendió lo sufciente para que consideraran oportuno invitarles a la entrega y colocación de las mismas en su nueva ubicación. Sin embargo, tampoco fue tanta la importancia que le dieron como para justificar su asistencia al almuerzo posterior con las célebres autoridades. La plaza estaba a rebosar de curiosos a los que poco o nada les interesaban unas pinturas de santos. Ellos solo deseaban contemplar en vivo y en directo a aquellas personas que únicamente habían visto en las revistas y en la televisión. La democracia trajo la libertad de abstenerse de vitorear a los mandatarios, pero allí todos gritaban sus nombres con el fervor que sus gargantas les permitían. El talaverino se negó a imitarles. Para él, los balcones engalanados con las banderas de España y los vítores a la monarquía eran lo de menos. Quería entrar en el interior del museo con el firme propósito de comprobar la autenticidad de los tres cuadros. Su padre escribió en la parte trasera su nombre y estaba deseando saber si la rúbrica seguía conservándose intacta. Cuando, al fin, se terminaron las proclamas y la multitud se marchó por donde había venido, les dejaron echar una ojeada a la sala en la cual se exhibían. Ni corto ni perezoso, fue directo hasta la pared, dispuesto a descolgarlos. En el momento en el cual se encontraba con los brazos en alto, agarrando los marcos, un guardia de seguridad le paró en seco, antes de que le diera tiempo a rematar la faena.
—¡Quítame las manos de encima, muchacho! ¿Qué te piensas que estoy haciendo? ¡Si los he sostenido más veces que los años que tienes tú! Anda, échate pa un lao, que veo una cosa y luego los vuelvo a colgar, te doy mi palabra. El pobre vigilante no sabía a quién acudir o qué hacer. Aquel anciano resultaba completamente inofensivo, pero era imposible que le permitiera hacer lo que le pedía. Sus hijos salieron a su rescate y animaron a Servando a que lo dejase estar, que la autenticidad de los lienzos resultaba evidente. Él, sin terminar de convencerse, los observó durante unos segundos y, luego, les pidió que regresaran a casa. Guardaron silencio durante el trayecto, cada uno imbuido en sus propios
pensamientos. Al pasar por el emplazamiento actual de los Mármoles, en un margen de la carretera, ordenó que parasen. Se apeó del vehículo y caminó en dirección al templo. Miró hacia las alturas y dedicó una amplia sonrisa al cielo. Después, continuaron del tirón hasta Rosalejo. Cecilia les aguardaba con las sopas de tomate encima de la mesa. Preguntó a su marido cómo había ido el evento y él le respondió de la siguiente manera:
—Mi padre ahora sí puede descansar tranquilo.
Disfrutaron de la comida codo a codo, felices de seguir siendo la familia a la
que ni siquiera una presa pudo llegar a separar jamás.